jueves, 29 de octubre de 2009

Vivir, conocer y ser feliz

Buenos y días, y bienvenidos a La Caverna. El tema que nos ocupará hoy es la felicidad y el conocimiento: ¿hay alguna relación entre ambos? ¿Cuál es? Ante estas clásicas preguntas, nos vemos en la obligación de cribar y diferenciar diferentes tipos de conocimientos, ante la suposición de que su comportamiento ante la felicidad no será el mismo.

Hablaremos de tres distintas clases de conocimientos (relevantes en este caso): unos puramente prácticos, otros de un carácter que llamaremos humano y, finalmente, los de carácter filosófico.

Los primeros son más o menos útiles, y siempre objetivos. Afectan a un medio exterior que nos es, en cierta medida, indiferente. Pertenecen a este grupo, por ejemplo, saber si lloverá mañana, por qué cae un cuerpo, cuál es la raíz cúbica de 125 o que pasó el 23 de noviembre de 1675.
Estos conocimientos, en solitario, no pueden afectar en absoluto nuestro ánimo.

El segundo tipo es bastante más complejo. El medio afectado es otro ser humano, algo que nos evoca a un ser humano (desde el lugar donde veraneabas con tus padres hasta un regalo de tu pareja sentimental) o nosotros mismos. Como ser humano, no nos puede ser indiferente (al menos no en el mismo sentido en que nos es indiferente una silla o una mesa), y en eso radica su diferencia con el conocimiento anterior: éste nos afecta ineludiblemente, por medio de los lazos empáticos que todos los seres humanos (salvo los psicópatas) compartimos. Pertenecen a este tipo de conocimiento saber si alguien ha muerto, si tu pareja te está siendo fiel, o cómo eres tú mismo en realidad.
Muchos de estos conocimientos causarán felicidad y otros muchos, infelicidad. Como resulta obvio, si tu pareja te es infiel, tu felicidad decrece, y si descubre que encajas en una serie de valores que consideras correctos, te alegras.
Si es ético o no ignorar o mantener en la ignorancia a alguien deliberadamente por el mero hecho de salvaguardarse o salvaguardarlo de una verdad dolorosa o un mal mayor, es otra cuestión muy distinta, que no discutiremos hoy. Por lo general, así logramos un bienestar algo inestable, y al quebrar la mentira provoca más dolor del que pretendía evitar, aunque los efectos suelen variar en cada persona.
En ciertas ocasiones, conocimientos de carácter práctico se conjugan de modo que podría parecer que originan sentimientos propios del conocimiento humano. Es decir, si yo descubro que lloverá mañana, sabiendo de antemano que ese día iba a quedar con una amiga y que si llueve no podré quedar, se producirá un descontento, que parecerá causado por el conocimiento práctico “lloverá mañana”. Esto es un error. En realidad, la causa del cambio de ánimo no es el “lloverá mañana” (no puede serlo), sino una conclusión de carácter humano que engloba los tres conocimientos recién expuestos: “no podré quedar con mi amiga”. De forma parecida, un conocimiento práctico cualquiera puede enorgullecernos y alegrarnos, pero únicamente porque de él deriva un conocimiento de carácter humano: la conciencia de que nosotros sabemos algo. Saber cuántos son dos y dos no te hace feliz, pero te puede hacer feliz saber que eres lo suficientemente inteligente para conocer el valor de la suma de dos y dos.

Aclarados estos puntos quizá problemáticos, proseguiremos analizando el tercer tipo de conocimiento, el filosófico. Al contrario del resto, este conocimiento se basa únicamente en la razón (es independiente a la experiencia). Aunque a veces puede estar basado en los dos conocimientos anteriores, por naturaleza llega mucho más allá. Llamo conocimientos filosóficos a aquellos que se fundamentan únicamente en axiomas o razonamientos lógicos y que buscan ciertas respuestas de carácter teórico que no pueden ser resueltas mediante la ciencia o la experiencia, y que el ser humano debe afrontar necesariamente. Serían conocimientos filosóficos las respuestas definitivas a cuestiones como: ¿es inmortal el alma?, ¿cuál es la razón de existir del ser humano? o ¿tenemos libre albedrío?
Los conocimientos filosóficos todavía no han llegado a (casi) ninguna conclusión obvia en sí misma, y es por eso por lo que, estudiando su historia, podemos observar tantas opiniones diversas. Y es mediante este estudio por el cual pretendo averiguar si esta clase de conocimientos es capaz de hacernos dichosos.
En un principio, en la época clásica, todas las conclusiones alcanzadas por los filósofos parecían halagüeñas. Por ejemplo, Platón, en La Repúbica, demuestra la inmortalidad de nuestra alma, lo que, inevitablemente, despierta la felicidad. Los primeros pasos de la filosofía son optimistas y conducen a la alegría y al contento de sí mismo.
Pero la lógica termina llegando a un punto de inflexión. Se plantea la existencia de la realidad, del libre albedrío y se crítica toda forma de conocimiento absoluto. Desde Descartes hasta Kant aparecen huecos en nuestra sapiencia que con ningún racionalismo podemos llenar. Surgen el materialismo mecánico, el solipsismo, el escepticismo o el existencialismo. Ante estos vacíos más grandes cuanto más se reflexiona, ningún ser humano es capaz de ser feliz. Los mecanismos de nuestra mente nos conducen, una vez nos internamos en la filosofía, hasta ellos. Los dos únicos salvavidas para escapar de esta agonía filosófica son la ignorancia, incluyendo aquí la premeditada y consentida, que se ha dado en llamar fe, y la menos usual destrucción del yo mediante el humorismo y el frivolismo (véase El lobo estepario, de Hermann Hesse).

Aquí termina nuestro rápido esbozo de la felicidad, el conocimiento y sus relaciones. Hemos llegado a la conclusión de que existen tres tipos de conocimiento: unos objetivos e inútiles cuando se trata de modificar nuestro ánimo; otros que nos pueden hacer sufrir o gozar a través de los lazos empáticos que nos atan a nuestros semejantes y a nosotros mismos y, como colofón, otros de carácter máximo y absoluto que, aunque en un principio resultan agradables, finalizan en la total ausencia de felicidad.
Hemos expuesto todas las causas que creemos posibles de felicidad a partir de un conocimiento y, en caso de provocar infelicidad, algunos de sus remedios. Sabemos ahora que del primer tipo de conocimientos nada tendríamos (en un principio) que temer. El segundo tipo puede hacernos mal, pero también bien, y lo más sencillo y justo sería enfrentarse a él. El tercer tipo es peligroso. Empieza siendo dulce y agradable, y se convierte en droga. Es preferible evitarlo. Pese a ello, como ya se ha dicho, todos estamos obligados a probarlo alguna vez. Y su ausencia tal vez sea más cruenta que su conclusión final. Vivir implica conocer (o al menos querer conocer), y el conocimiento, llevado a su último extremo, parece impedir la felicidad.
Por suerte, el conocimiento no es la única forma de alcanzar la felicidad. Es más, los más grandes placeres se basan en el irracionalismo. Huyan, lectores, si quieren mi humilde opinión, de lo absoluto y lo cierto, y refúgiense en la radicalmente absurda fe, la estupidez supina, el arte fútil e inútil, las emociones incontrolables y la (a estas alturas nada sutil) ironía que corrompe al ser humano, logrando así el mayor tesoro que nuestra especie ha soñado jamás: la felicidad, el Árbol de la Vida.